Entre el ginkgo y el nogal

 

Mi papá nunca faltaba a los velorios. Se ponía su traje gris oscuro, corbata y zapatos en punta, como solo usaba para las grandes ocasiones y partía con el gesto serio y cumplidor. Para él un velorio era un evento muy importante como lo era un casamiento, un bautismo. Jamás faltaba a esos actos protocolares en donde, impecable y cortes, demostraba un especial   respeto a la ceremonia. En el caso de los velorios, buscaba hacerse ver con los parientes cercanos de la persona fallecida.  Si no conocía a alguno, se presentaba detallando enfáticamente el vínculo con el difunto.  Un vecino querido del barrio o un pariente no importaba, pero si él se enteraba que lo velaban, allí iba, con su “sentido pésame” más solemne.

En la casa de mi infancia, una pequeña construcción en el centro de un vasto terreno con un parque adelante y otro atrás poblado de vistosos  árboles añosos, frutales u ornamentales, siempre tuvimos perros. Todo perro que vagabundeaba por la vereda de la casa era atraido con galletitas o algún hueso y se quedaba en casa para siempre.  Digo para siempre porque una vez muertos, por el motivo que fuera – una enfermedad, la vejez, un accidente – eran enterrados en el fondo del parque de atrás. Entre el ginkgo y el nogal más o menos. Allí están todos. Bueno, hoy tal vez   lo que quede sean solo sus nombres flotando sobre los pastos salvajes que crecen rabiosos y brillantes en esa área, entre los dos árboles.

Cuando un perro se enfermaba casi siempre sucedía que se le empezaba a secar el hocico, se lo notaba llamativamente tranquilo y triste, menos demandante y a veces se sumaba alguna diarrea o vómito; y al último, podía ser tres o cuatro días antes del inevitable final, desaparecía. Luego lo encontrábamos escondido y acurrucado debajo de un arbusto, al pie de un árbol, o entre la ligustrina esperando su muerte. Parece que es así, intuyen, presienten o como sea que en su misterioso mundo se llame, pero, antes de morir se aíslan, se alejan de las personas. Hubo muertes más abruptas que dejaban a la familia sin consuelo durante semanas como la de Rudy: Murió atacado por varios perros. Nosotras no estábamos y mi papá lo encontró destrozado al borde de la pileta. O como la de Rony que cruzó raudo la calle silenciosa y tranquila pero justo en el momento que venía un auto a velocidad, y murió en el momento mismo en que fue atropellado. Más allá del final que hayan tenido, todos fueron enterrados  en el fondo.

Mi papá cavaba un pozo más o menos profundo ahí en el espacio entre el ginkgo y el nogal, y luego iba a buscar el cuerpo del animal.   Los brazos de mi papá como bandeja llevando el cuerpo del perro, que muerto parecía que pesaba el doble, las rodillas de mi padre apenas flexionadas, la fuerza en los muslos, los labios apretados y hacia adentro para concentrar más la fuerza, los pasos cortitos y ligeros para llegar lo más rápido a destino y deshacerse pronto del peso. Llegaba y lo arrojaba al pozo sin poder acompañarlo durante los segundos que duraba la caída. Así, de golpe, un último gran esfuerzo, de un solo envión. Luego con un fuerte soplido soltaba toda la fuerza para aflojar, apoyaba la pala en el suelo y descansaba unos segundos con el codo sobre el mango y la mano en la frente. Mirar el animal por última vez era la ceremonia, quizás tocarle una parte del cuerpo, sentir esa siniestra tibieza, soltar el llanto, decir su nombre en las distintas formas como lo llamábamos. Por última vez.  Luego de a una las paladas de tierra, hasta llegar a cubrirlo todo y más, hasta la superficie. Nos gustaba pensarlo como que ya formaba parte de la tierra, de esa que tantos árboles hermosos hoy refugia y alimenta. Así ya están ahí: Toni, Rudy, Papo, Caetano, Paco, Nacho, Wendy, Daisy, La negra, Tila, Lía, Tribilín, Volvo, Capitán, Rony, León, Roberto.

Las cenizas de mi papá también están en ese parque. Cuando llegó el día, caminamos lento hacia el fondo, mi mamá llevaba la caja, y ahí entre el ginkgo y el nogal esparcimos las cenizas con mucha delicadeza, como quien dispersa semillas de flores en la tierra preparada. Fue una ceremonia amable y breve, aunque no escasa de solemnidad.  El ginkgo, que ardía de amarillo, y el nogal con su frondosa copa y el tronco ceniciento, escoltaron con elegancia y hermosura esa área celestial, al fondo del terreno. 


Sonia Novello, mayo 2022. 

Texto escrito en el marco de un Atlético de Escritura, coordinado por Mariana Mazover y seleccionado para la Antología digital publicada como producto del Atlético. Publicado además en la revista Damiselas en apuros.




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