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LOS ARBOLES NO SIEMPRE MUEREN DE PIE En la cuadra de mi casa había un árbol muy viejo: enorme, robusto, frondoso e increíblemente ancho. Pasar por ahí era sentir algo especial, como quien pasa ante un monumento sagrado o un altar, al que aún sin detenerse es inevitable deslizar la mirada a modo de tímida reverencia. ¿Cuántos años le habrá llevado crecer? ¿Cuántos anillos contaría el interior de su tronco? ¿Cuántos ríos de savia lo habrán nutrido? ¿Cuántos gatos lo han trepado? ¿A cuántos pajaritos habrá refugiado? ¿Cuántos otoños lo desnudaron? ¿Cuántas generaciones de vecinos conoció? El escritor José Saramago, contaba que su abuelo al saber que se iba a morir salió al bosque a despedirse de los árboles abrazándolos. Cada vez que yo pasaba por la vereda delante de ese árbol se me aparecía esa poderosa imagen de un abuelo abrazado a un árbol con la entrega furiosa de quien se alivia al estrechar a un semejante. Un día los vecinos pidieron sacar el imponente árbol. "Es muy