Algo sobre el hijo adolescente.
Fue así. Yo estaba en el baño de mi cuarto, cuando siento los pasos de mi hijo que se acercaba con su característico: "- Maaa..."
- "Ya salgo" -
respondí- Sin dejar de lavarme los
dientes abro la puerta - porque ¿para qué hacerlo esperar? - y miré para
abajo, como dirigiéndome a alguien que fuera mucho más chico que yo en
estatura. Inmediatamente subí la cabeza recorriendo su altura hasta llegar a
mirar más arriba de mí, porque efectivamente la criatura ya hace rato que me
pasó decenas de centímetros.
Después de responder a su inquietud, me quedé pensando ¿qué me había
pasado? por qué dirigí la mirada hacia abajo, cuando hace rato que tengo que
ponerme en puntitas de pie para alcanzar darle un beso en la mejilla, y por
supuesto contando con su gentil colaboración al inclinarse un poco, para no
estrellarme contra su hombro.
Me sentí presa de una elipsis en una película. Abrir y cerrar
una puerta y en el medio pasó una vida. ¿Qué fue eso?
Hace poco, muy poco, me deshice de unos cuantos cuadernos de su primaria. Tenía a todos, desde la primera salita. Si, ese que ni siquiera tenía un garabato del chico. Nada más que mensajes, comunicaciones, entre " la seño y yo ". ¡Oh no! ¿yo escribí esos mensajes, advertencias, avisos, con sustantivos todos en diminutivo y firmé con caritas cual emoticón, sonriente o triste o de sorpresa? ¿Yo agradecía tan efusivamente los dibujos que hacía "la seño" deseando a la familia buen fin de semana, o las cartulinas con las huellas de los piececitos desnudos y a color del nene? Sí, era yo.
Junto con esos cuadernos de la salita, estaban los de jardín y los de
primaria. Apilados, arrumbados en el fondo de un placard. Los abrí y hasta me
pareció que estaban tibios, y hasta podía recordar el momento en que había
visto por primera vez algunos de esos dibujos, esas primeras cuentas, esas
primeras palabras luchando inútilmente por sostenerse en un renglón.
Qué vértigo recordar todo eso, me estremecí al visualizar la escena
desgarradora, sobre todo para mí por supuesto, cuando lo dejaba en la puerta
del jardín. Y la felicidad al ir a buscarlo aunque lamentando la incapacidad de
una para convertirse en mosca y no haber podido controlar absolutamente todo
durante las horas transcurridas lejos de mí. La naturaleza es
sabia.
Bueno, me deshice de algunos cuadernos. No de todos. Me dejé un par, qué sé yo. Me niego a deshacerme de toda su niñez materializada en cuadernos tapa dura, forrada en papel araña de colores, con stickers de dinosaurios o superhéroes.
Una vez, hace algunos años, descubrió su rostro angelical como foto de fondo de pantalla en mi celular. Me pidió que la saque.
"No quiero ser taaaan importante en tu vida" - me dijo, con
estratégica picardía como para que no suene tan fuerte pero inaugurando así una
nueva etapa de su observancia y llamado de atención sobre lo que puedo y lo que
no, con su imagen, sus cosas, su vida.
El hecho fundacional fue contundente. ¡Qué iluso! – pensaba yo.
Siempre fui muy afecta a tomar fotografías, pero no solo buscando
belleza, si no, intentando capturar un momento, un instante. Sí, lo más
inasible del mundo. Yo, la más ilusa de todas. Ni hablar entonces, de la
cantidad de fotos impresas, de la época de las cámaras a rollo, que aún conservo
prolijamente y sistematizadas
en álbumes, cuyos lomos denuncian, sin piedad, el año. Qué
manía perversa, masoquista de ponerle fecha a los recuerdos. Esos
álbumes se encuentran hoy dispuestos en estantes de la biblioteca, con el mismo
cuidado y valor que le profeso al estante de la colección de clásicos en papel
arroz.
No voy a regodearme ahora sobre lo bello, lo triste y la congoja que produce
el enfrentarse a ver las fotos de los hijos cuando eran chicos, cuando todo era
incierto pero “bajo control” al fin.
Hoy a sus diecisiete años, siento que paradójicamente cada vez hay menos objetos materiales a los que aferrarme. (Qué alivio porque ya no tenía más lugar). No me veo yo, a sus treinta años, por ejemplo, acariciando o encontrando tibieza en sus mangas, las historietas japonesas que atesora hoy. Y agradezco que así sea. El adolescente de hoy, feliz por sus recorridos cada vez más y más extensos en bicicleta; el observador activo y guardián de sus peces, me obliga a anclarme en el presente.
Su belleza, inherente a su edad, y sus manifestaciones sutiles y voraces de arrojarse al mundo me dejan en un estado de encantamiento no solo con él, sino con la vida y el paso del tiempo. El presente es más tangible y lejos de poder controlarlo todo, me invita a un simple abrazo.
No es que no haya preocupaciones, claro está que éstas solo van cambiando de formas y contenido y tampoco es que no haya proyección. Pero se acaricia cierta paz. Será que ahora los encuentros en el seno familiar son como más de a pares, la criatura devino en un interlocutor válido, y casi siempre amoroso, que me recuerda, cuando hace falta, porque por supuesto a veces sigue haciendo falta recordarme, que tiene la edad que tiene y que es el dueño de su historia con los trazos y colores que él elige a cada paso.
Bueno, basta que me avise por donde va, por supuesto. A modo de elipsis,
si se quiere.
Texto escrito para la revista Damiselas, en donde, fue editado y publicado el 17/8/2021 bajo el título Una rosa es una rosa es una rosa. VER
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