LEJOS AULLIDOS CERCA


(cuento corto finalista del Concurso literario APAIB 2020 - 11 pags)






Primero lamieron sus manos, con el tiempo también sus lágrimas y luego, cada vez más, sus heridas.  

 

 

Los padres de Berta no la dejaban tener una mascota. Pero no les molestaba que saciara su deseo saliendo por el vecindario a buscar perros vagabundos para darles de comer. Ella comenzó a salir a los dieciséis años a alimentar a los perros solitarios que encontraba en el barrio. Sus padres solo se preocupaban cuando tardaba en volver, pero después se tranquilizaban cuando ella regresaba a su casa y contaba que se había quedado con un par de perros en la plaza, porque les costaba dejarlos. Su madre, impecable hasta para estar de entrecasa, la mandaba a lavarse inmediatamente y no se hablaba más del tema. 

Berta cada vez se tomaba más en serio su tarea de ir a llevarles sobras de comida a los perros. A veces, hasta comía de menos para asegurarse una porción para “sus callejeros”. Llevaba un bolso con varios recipientes con restos de comida. Su padre, de mirada esquiva y a veces hiriente en los momentos menos oportunos, le decía un poco en chiste, pero amenazante:

 -Vas a terminar en un loquero como tu tía Marta. 

A Berta le dolía esto porque ella había querido mucho a esa tía. La tía Marta era de sonrisa fácil. Sus ojos saltones agigantados detrás de las lentes gruesas no disimulaban la ansiedad de querer estar cerca y requerir del cariño de su hermano a quien visitaba con frecuencia, aún con los desplantes que éste le hacía. Berta era la que más contenta se ponía cuando veía a su tía. Ésta le enseñó a preparar té de menta, mientras le ordenaba compulsivamente el cuarto, lo que se convirtió en un ritual. En esas ocasiones también le contaba anécdotas del abuelo turco comerciante, que en realidad era libanés, y amaba a los perros. Marta repetía siempre las mismas historias y lo hacía como si fuera la primera vez. La que más le gustaba escuchar a Berta, aunque la entristecía, era esa que decía que el abuelo, duro de emociones como aparentaba ser, lloró sin consuelo una vez en aquella ciudad europea cuando en la puerta de un bar se topó con un cartel que decía «Prohibido perros e inmigrantes».

El final de la tía Marta marcó una tragedia en la familia. Un incendio, de sospechoso origen, dio fin al neuropsiquiátrico donde su hermano la había logrado internar. La mayoría de los pacientes psiquiátricos, presos de estupefacientes, dormían profundo al momento de propagarse el fuego por los pisos, las escaleras y las habitaciones y no lograron ni siquiera intentar huir de las llamas. 

 

Al poco tiempo de la muerte de la tía Marta, le siguió la de su papá de una enfermedad paulatinamente voraz, que lo postró durante meses. Al año fue el turno de su madre que, según Berta, murió de tristeza. Ella se quedó absolutamente sola. Tenía veinticinco años y para ese entonces ya vivía con tres perras que se había llevado a su casa, en diferentes ocasiones.

 

Sentada en un banco de la plaza como solía estar, al acecho de un alma perruna vagabunda, conoció a Luigi. Un hombre algo mayor que ella, inmigrante italiano, rubio y esbelto. Su forma de hablar el español, enrarecido por la impronta de su lengua natal, le resultaba especialmente simpática y seductora a Berta, quien además enseguida se sintió muy atraída físicamente.  Comenzaron hablando de los perros, él paseaba con su perra Bianca, a quien trataba con mucho cariño, y le hablaba en italiano puro. Desde ese día comenzaron a compartir la vida juntos. Ella se enamoró por primera vez. Tenían encuentros muy ardientes, y se sentía amada como nunca antes y protegida como una niña feliz.  Él se quedaba mirándola un rato en silencio y luego decía:  -Mi piace molto la Berta - o en otros momentos, de manera muy enfática, después de, aparentemente, estar distraído mirando al vacío, volvía buscando los ojos de ella y le declaraba:

 -Sono innamorato di Berta- 

Luigi al poco tiempo abandonó la pensión en la que estaba y se fue a vivir con Berta. No tenía mucha formación, pero era un “hombre de mundo” a la fuerza, por haber estado en la Segunda Guerra Mundial. Él alardeaba de haber aprendido así un par de idiomas y de ser un héroe, por haber rozado la muerte en más de una ocasión.  

Se casaron. Sin planificar demasiado y con un pequeño brindis para algunos pocos vecinos. Berta vendió su casa, compraron una más alejada de la ciudad con un terreno ancho y profundo como para llevar a sus callejeros. Ella que había heredado el departamento de la tía Marta, lo alquilaba ya hacía tiempo, y así tenía asegurado un ingreso. Luigi, después de varios oficios, se consolidó como frentista. Era un hombre talentoso en lo suyo, entusiasta, exageradamente amable y generoso, aunque no llamativamente trabajador. 

 

Con los años, Luigi fue perdiendo sus buenas cualidades y se transformó en un ser egoísta, resentido y maltratador. En las discusiones culpaba a Berta de que por ella no se había vuelto a su país natal en el que él hubiera sido un hombre relajado, económicamente hablando.  Lo único que conservaba de bueno era que quería a los animales. Compartía con Berta el gusto de tener un jardín enorme con algunos perros de la calle a quienes les gustaba adiestrar a su modo y con quienes, a su modo también, era afectuoso. Se daba maña con tareas de carpintería y construía con mucho empeño bancos de madera, mesas para abajo de las copas de los árboles y hasta hizo un subibaja con una cabeza de caballo en cada extremo. Tanto él como Berta miraban con cierta tristeza el juego de jardín al ver que pasaba el tiempo y los hijos no llegaban y, casi sin darse cuenta, el balancín quedó cada vez menos a la vista, hasta que se acomodó, para siempre, arrumbado entre otros objetos en el húmedo, sórdido y alejado galpón. 

Cuando a Luigi le daba por el alcohol, ella no toleraba ni su alegría, ni su violencia potenciada por los vasos de vino que iba bebiendo durante toda la tarde desde que volvía del trabajo. Regresaba sucio, desalineado, con mal olor y casi mecánicamente, sin registrar demasiado a la desconcertada Berta, tenían sexo, en cualquier lugar de la casa. Ella cedía para sacárselo de encima pronto. Luego él, semidesnudo, se servía un vaso de vino, quizás acompañado de algún perro con quien jugaba un rato a lo bruto. Disfrutaba de ofrecerles de comer y sacarles el hueso de la boca y arrojarlo lejos, entre los arbustos, para que varios vayan a pelear por encontrarlo primero. 

 

Mientras, Berta se alejaba a la sombra de algún generoso árbol y se quedaba un largo rato apoyada. Luego se abandonaba deslizando su espalda por el tronco hasta sentarse, acompañada de dos de sus perras más grandes y algunos cachorros que no perdían la ocasión de rodearla queriendo jugar. Ella, sin más ánimo, dejaba que lamieran sus manos y también sus lágrimas.  Empezó a disfrutar de su soledad en medio de ese parque casi salvaje, rodeado de árboles añejos, en donde ni bien se iba el sol, escuchaba el aullar, casi como un eco lejano de algunos perros. Le gustaba pensar que en algún momento se los iba a encontrar y los terminaría llevando a vivir a su casa.   

 

Los perros eran cada vez más y más en la casa en la que fueron ganando cada vez más espacio. El interior se volvió cada vez más frío y deteriorado.  No solo tenía los que ella traía de la zona sino que, ya reconocida por su actividad en las cercanías, le traían perros abandonados de otros barrios. También le ofrecían cachorros cuyas madres tenían dueño pero no podían conservar a las crías, o alguno que se había cansado de su mascota por algún motivo y ésta también era recibida por Berta. 

En la parte exterior de la casa, se los podía ver esparcidos. Algunos ladrando cerca del portón, otros descansando en la inmensidad del parque, bajo la copa de algún árbol, en grupo, o solos, recostados al borde de la pileta, o en la galería. Dentro de la casa tenían sus colchonetas distribuidas en el comedor, la pieza y la cocina, donde dormían tres o cuatro perros, algunos en altura en sillones o incluso sobre la mesa. El olor a perro adentro de la casa era imponente así como los pelos, pelusas y algún hueso de esos a los que ya no se les pueden más hincar los dientes, pero sí lamer o mordisquear por puro entretenimiento.

También estaban los que preferían quedarse en el galpón y los que dormían en las cuchas de afuera, cerca del portón de entrada. Eran los más guardianes.  


La vida junto a Luigi se sostuvo bajo la grandiosa y amorosa tarea de cobijar almas perrunas vagabundas, pero este proyecto que los había unido y sostuvieron ambos por años, no fue suficiente cuando la pasión y ternura se hicieron mal eco del paso del tiempo en sus, cada vez más, agobiados cuerpos.

Él tenía destrozado el hígado por el exceso de alcohol y en más de una oportunidad terminó internado en el hospital. Cuando le daban de alta se lo veía cada vez más arruinado. Intentaba hacer buena letra por unas semanas hasta que volvía a caer a escondidas y con bebidas cada vez más fuertes. Berta, con el tiempo, descubrió botellas vacías de alcohol puro, escondidas en lugares recónditos de la casa.

Luigi emanaba, casi permanentemente, olor a embriaguez y por las noches roncaba de manera insoportable para Berta, no solo por el ruido sino por el hedor desagradable que desde el estómago, atravesando los órganos y arrastrando los consecuentes olores, salía por su boca impregnando toda la ya húmeda habitación.  

En esas madrugadas, Berta se levantaba asqueada y se iba a dormir al sillón que estaba en el comedor, en el que descansaban las perras más viejitas que tenía y se acomodaba entre ellas. La última vez que Luigi fue internado, Berta estuvo con él hasta sus últimos ronquidos sibilantes y su inevitable estertor. Se despidió de él besando y lamiendo el dorso de sus manos.  Recordó los primeros encuentros tan ardientes y así sintió que lo despedía también, en nombre de todos los perros que habían criado juntos. 


Cuando Berta quedó viuda, sintió un gran alivio que la sorprendió. No tardó en recuperar la alegría y el entusiasmo adolescente de salir sola por el barrio, con un bolso lleno de recipientes con restos de comida a buscar más y más callejeros.

Como quien cumple con un ritual sagrado, cada tarde enroscaba su cabellera larga en un abultado y desordenado rodete en la coronilla y desde la frente, con su dedo índice, se sacaba un par de mechones largos que caían sobre el contorno de su rostro. Tomaba sus anteojos negros, sus zapatillas deportivas y con el enorme bolso, salía a caminar por el barrio al encuentro de perros perdidos y hambrientos. Las cercanías eran bastantes solitarias, de casitas bajas, con   veredas anchas y arboladas, con cercos de ligustrina a la calle y portones más altos o más bajos y de distintas categorías.  Los perros de adentro de las casas le ladraban cuando pasaba por delante del portón y la seguían lo que daba el ancho del terreno. Ella les hablaba para calmarlos hasta que empezaron a conocerla y ya solo iban a olerla y movían la cola cuando pasaba. Caminaba cuadras de asfalto, de tierra, sin rumbo fijo.  En una de esas caminatas encontró, al pie de un árbol, una perra negra de ojos color miel muy acurrucada que amamantaba con mucho recelo a tres cachorritos. A Berta le brillaron los ojos. “De acá no me muevo” pensó. Se agachó y le habló dulcemente. Cuando vió más relajada a la perra atinó a acariciarla, pero esta le gruñó. Berta tragó saliva y se alejó solo apenas y, aún en cuclillas, le siguió hablando mientras sacaba un recipiente de su cartera. Lo apoyó en el piso, le sacó la tapa y el olor fuerte de comida de cacerola, ya fría le dio una leve arcada y se puso de pié. 


La perra, se paró, se le notaban las costillas, un par de cachorros seguían colgando de sus mamas hasta que cayeron al suelo. Ella los acomodó agarrándolos por arriba del cuello y los amontonó. Sin perderlos de vista, se acercó y comió desaforadamente de a grandes bocados. Inmediatamente volvió con sus cachorros, pero ya no se sentó, los olía y lamía. A Berta se le ocurrió la idea de dejar su bolso abierto en el piso como una invitación a que la madre de los cachorros lo usara como cucha para ellos y, después de un rato largo, así fue. Berta no se movió del lugar, aunque disimuló un poco que estaba pendiente del asunto, mirando para otro lado. Luego al volver la vista, los cachorros no estaban más bajo el árbol, ni al cobijo de su madre, estaban acurrucados dentro del bolso. Berta acarició a la perra, cuyos ojos color miel ya se veían más tranquilos aunque suplicantes, y la invitó a caminar con ella mientras agarraba el pesado bolso en el que ahora estaban los tres cachorritos hechos un bollo, adormecidos.  Ya estaba avanzando la tarde, el sol se alejaba y caminaron juntas.  La perra cada tanto daba un saltito para oler a sus cachorros y así llegaron casi de noche a la casa, en donde Miela se quedó a vivir con sus crías.


En pocos años, La Casona, así una decorada cerámica al costado de la puerta de hierro lo anunciaba, empezó a poblarse con los perros que fue conquistando Berta. El terreno era inmenso, ancho y profundo con una vieja construcción en el medio.

Cada vez eran más y más, cachorros, perras preñadas, sanos, enfermos, viejos, lastimados, lisiados. Todos eran bienvenidos. Si eran dóciles, volvían caminando con ella o los volvía a buscar en su desvencijada camioneta. 

Berta dormía con algunos perros en su habitación. Generalmente con los más viejitos, los que necesitaban más protección.  Cada noche cuando ella hundía su revuelta cabellera en la almohada, ya adormecida escuchaba a lo lejos soñolientos aullidos y ladridos de perros, y como un rezo, en los albores del sueño profundo, se repetía “ya me los traeré… ya me los traeré”.


El trabajo en La Casona era demasiado y Berta empezó a convocar muchachos muy jóvenes para que le ayudaran con el mantenimiento del terreno. Ella se dedicó cada vez más a la crianza y cuidado de los perros y su carácter fue cambiando. Podía ser totalmente amorosa, tanto con los perros como con los ayudantes, como también repentinamente intolerante y violenta. 


Con los años su aspecto físico se fue deteriorando y no parecía reparar mucho en eso. Conservaba el pelo muy largo, canoso, con rulos y se bañaba cada vez con menos frecuencia, aunque nunca dejó de maquillarse los ojos. Los peones, siempre tenía un mínimo de dos o tres que se iban rotando por horarios, iban cambiando cada vez más seguido. Se le iban, no le toleraban su carácter. Ella los maltrataba innecesariamente con alevosía, les gritaba por cualquier cosa y hasta los humillaba y un día no volvían más hasta que conseguía a otros que correrían   la misma suerte. Generalmente eran jóvenes de muy bajos recursos que vivían en barrios marginales cerca de su pueblo. Por casualidad, o no, eran lindos muchachos.

Cuando los conocía siempre los adulaba en la primera conversación. 

- Vos nene con esa pinta tenés que estar en la televisión- le había dicho a Hugo Roberto cuando lo conoció, y remarcó con una desconcertante carcajada. Él era alto y delgadísimo, con un rostro precioso de niño y hombre a la vez. Su mirada algo apagada, con ojos testigos de cosas tristes tal vez inspiraba ternura.

A veces compartía con ellos el almuerzo y les convidaba su especialidad que era la polenta. Berta era rara en sus conversaciones, no tenía pudor en hacer comentarios acerca de su propia sexualidad como cuando charlaba con el ayudante de rostro de niño hombre. En el primer almuerzo le contó que desde que estaba menopáusica no tenía deseo sexual. Le explicó, que en cambio las perras castradas por ejemplo, aunque no podían ya quedar preñadas, el deseo lo podían seguir teniendo. 

-Conmigo están muertos, porque yo ya no quiero más lola- dijo.


Hugo Roberto, a sus dieciocho años, era de pocas palabras, se sonrojaba especialmente cuando Berta hacía esos comentarios.  Entre otros ayudantes estaba Juancito, jovencísimo también, de ojos grandes y totalmente pelado por lo que en invierno usaba siempre buzo con capucha bien ajustada al contorno de la cara. Juancito era gordito, cachetón, con una belleza angelical, serio y algo desafiante en su andar despreocupado y siempre con las manos en los bolsillos. Cuando lo conoció Berta le pellizcó los cachetes y le dijo con voz chillona: 

- Ay qué linda nenita.

Él nunca se lo perdonó. La odiaba por eso y por otras cosas más, pero, mientras necesitó el trabajo, la soportó. Hacía lo que le pedía pero nada más. Cuando lavaba la camioneta quedaba exhausto y con eso ya justificaba su jornada. Por eso, con total displicencia e impunidad, pasaba el resto de la tarde recostado en una reposera al lado de la pileta, bebiendo con pajita de una botella de chocolatada que se compraba en el pueblo cada día, antes de entrar a la casa. 

- ¡¿Caperucitaaa?! ¡¿Te cansaste mucho hoy ?! - le gritó Berta esa tarde cuando atravesaba el parque junto a Hugo Roberto. - A este gordo le pesan las bolas, no le gusta el laburo- le decía por lo bajo.

Hugo Roberto se dio vuelta e hizo un guiño a su amigo, quien a espaldas de ella, le respondió tocándose el bulto de manera provocativa.

Por la tardecita, antes de irse, Juancito buscaba a Berta para saludarla y recibir su paga. Ésta le daba charla, gozaba retrasándolo, y antes de pagarle lo llevaba a que la acompañe a ver qué también había quedado la camioneta limpia o la juntada de hojas o lo que fuera.

-Escuchame Caperucita - le decía Berta con su voz ronca y como en secreto, a sabiendas que a Juancito le molestaba mucho que lo llamara así - mañana te venís temprano. Si no, no vengas. Y cambiate de una vez ese buzo rojo.


Hugo Roberto se llevaba muy bien con los perros. Tenía sus preferidos pero era bueno con todos. Le gustaban los de gran tamaño y de un solo color. Roni era uno de sus preferidos, prácticamente habían llegado juntos a vivir a lo de Berta. Dormían en el mismo espacio con otros perros también, pero Roni especialmente cerca de Hugo Roberto y, hasta que éste no se acostaba, su perro fiel tampoco lo hacía. De ojos y hocico brillantes, Roni era macizo, de patas gruesas y más de una vez lo tiraba al suelo al escuálido y poco estable Hugo Roberto que aprovechaba la ocasión para quedarse en el suelo y jugar a la lucha un rato con el perro. En esos momentos reía y jugaba a gruñir hasta hacerse al muerto para provocar las lambetadas de Roni. Enseguida se acercaban otros perros también deseosos de tener otro compañero en el suelo para jugar, pero ahí era cuando Hugo Roberto se levantaba de repente y corría por el parque, a lo largo, en círculo, o para atrás y los perros lo perseguían, ladraban, jadeaban y se babeaban, mientras él los iba animando, arengando sus nombres. Se lo veía feliz, libre como nunca, disfrutando del viento en la cara, hasta que agotadísimo, desacelerando su paso cruzaba el terreno para volver, de a poco, a sus quehaceres. 

Los perros se iban dispersando en el parque, Roni y otros lo seguían. Hugo Roberto levantaba una rama gruesa del pasto y la arrojaba lejos. Solo un par corrían a alcanzarla, pero él ya no la esperaba, seguía camino a la casa. Una vez Berta lo estaba observando desde lejos, parada, un poco abierta de piernas, un brazo cruzado apoyado en el otro con el que estaba fumando. Le gustaba ver a Hugo Roberto feliz y sonriente. No solía estar así. Admiraba en él su capacidad de comunicarse con los perros, se preguntaba cómo debía haber sido su niñez en esa casa tan precaria con tantos hermanos, de distintos padres y una madre tan joven devastada, siempre quebrada. Cuando él notó que ella lo estaba mirando a lo lejos, se acercó, con la mirada baja, caminando rápido, en actitud servicial. Ella lo miró haciéndole sentir su jerarquía de patrona. Él se acercó y se quedó callado, como esperando alguna indicación, una orden. Ella lo miró de arriba abajo, sin decir palabra. Lo miró fijo a los ojos, y luego de unos segundos dio una pitada fuerte al cigarrillo, lo apretó bien entre los labios, se lo sacó, y tirándole el humo en la cara a Hugo Roberto, se lo ofreció. Él lo agarró, dió unas pitadas mirando para otro lado, hacia donde habían quedado algunos perros. Ella lo buscó con la mirada, le sacó el pucho de la boca de repente y le hizo un amague con el dorso de la mano como si le fuera a pegar un cachetazo. 

-No te hagas el vivo vos, era una pitada, nomás - 

-Perdone Berta-

-Perdone, no. Lameme la manita- dijo ella con tono chillón mientras le acercó el dorso de su mano a los labios de Hugo Roberto, quien ruborizado, no levantó la vista.

Ella lanzó una fuerte carcajada y se alejó.


Berta, solía pasar un largo rato en el galpón con algunos perros. Les hablaba, los acariciaba, acomodaba sus camas y luego se sentaba en una vieja mecedora que años atrás había hecho Luigi y le encontraba utilidad por primera vez.  Ella al principio se adormecía al escuchar los soñolientos aullidos de perros lejanos, como  siempre cuando se relajaba. Al rato, sus perros comenzaban a lamerle los pies al compás del vaivén de la silla. Cuando ésta se alejaba esperaban atentos su inminente regreso, y ella ya despierta, reía por las cosquillas que le causaban los lengüetazos en las plantas de los pies, y también gemía de placer que se mezclaban con quejidos, risas y más placer. Hugo Roberto empezó, sin proponérselo, a hacer de guardián de estas escenas desde la puerta, quería evitar que algún otro de los ayudantes entrara al galpón en esas ocasiones. Por momentos, casi respondiendo a un impulso, espiaba por la hendija de la puerta y alcanzaba a verle los pies desnudos de Berta rodeados de unos cuantos perros. Inmediatamente se alejaba pero quedaba atento al ruido chirriante del mecer de la silla y las risas, suspiros y gemidos de Berta y lo invadía un extraño orgullo de privilegio por esta complicidad tácita. Por momentos se alejaba unos metros de la puerta y, casi susurrando pero acentuando cada palabra, entonaba ...Sabe Dios qué angustia te acompañó, que dolores viejos, calló tu voz, para recostarte arrullada en el canto de las caracolas marinas…En estas ocasiones Roni era uno de los perros que quedaba afuera con Hugo Roberto y también Tor, el perro viejo de barbas blancas y cejas encanecidas. Berta sabía que Hugo Roberto estaba allí y algún gemido de placer exagerado quizás era dedicado a él. Este, cuando dejaba de escuchar el mecer de la silla sabía que Berta estaba por salir del galpón y se apresuraba a alejarse de la puerta. 

- Pe - ga - men- to  le hace falta a la silla que hace ruido. Ya te lo dije- le reprochó Berta seriamente esa tarde, cuando salió del galpón, mientras lo miraba fijo, confirmando y exponiendo ese pudor que esa complicidad le daba. Le compartió una pitada de cigarrillo, se lo sacó de la boca y se metió en la casa. 

Hugo Roberto trabajaba mucho en el parque: cortaba el pasto, lo juntaba, recogía huesos viejos y también “la suciedad”, como llamaba Berta al excremento canino. También se ocupaba de baldear las partes de cemento de alrededor de la casa. Otras veces, cepillaba a los perros, mientras les hablaba bajito o cantaba siempre la misma canción. Al principio murmuraba: “Por la blanda arena, que lame el mar, su pequeña huella no vuelve más”. Después se entusiasmaba y alzaba un poco más la voz: ”Un sendero solo de pena y silencio llegó hasta el agua profunda…”


Para bañarlos, se preparaba especialmente, lo hacía en un espacio de cemento cerca de su pieza al fondo del terreno. Se arremangaba   la camisa, se descalzaba y también se enrollaba los pantalones hasta las rodillas. Aunque la mayoría de los perros eran muy dóciles con él, les inmovilizaba el cuerpo entre sus piernas abiertas y les iba tirando agua con una regadera y los frotaba fuerte con el cepillo que iba metiendo cada tanto en un balde con agua y jabón que tenía al lado.

Podía estar un rato largo bañando a cada perro. Era detallista, iba probando distintas fuerzas y velocidades por cada rincón del cuerpo, hasta con los dedos se ocupaba de sacarle las lagañas de los ojos y si detectaba alguna garrapata, podría estar mucho tiempo más. Se las desprendía una por una, siempre cantando. 

Si desafinaba, volvía a empezar, aún agitado y cansado. La letra se la sabía a la perfección. “Sabe Dios qué angustia te acompañó, que dolores viejos calló tu voz para recostarte arrullada en el canto de las caracolas marinas…” 

Después de bañados, los perros se sacudían al sol y él interrumpía abruptamente su canción para alejarse un poco, aunque ya estaba empapado. Se detenía a mirar las gotas de agua a través de los rayos de sol que salpicaban alrededor y sonreía satisfecho observando cómo luego, los perros se revolcaban en el pasto o se  tiraban a pleno sol.

Después de la tarea del baño Hugo Roberto se sacaba la camisa y también su pantalón, que estaban empapados, y con una toalla comenzaba a secarse. Esa vez Berta, que lo observaba desde lejos, lo escuchó cantar y se acercó de a poco, sin hacer ruido para no distraerlo. “Cinco sirenitas te llevarán, por caminos de algas, y de coral y fosforescentes caballos marinos harán una ronda a tu lado …”  Era la primera vez que lo escuchaba cantar así, tan expresivo. Emocionada se escondió detrás de un árbol a unos metros para que él no la viese, pero él percibió su presencia e interrumpió el canto abruptamente y se puso el pantalón. Ella se acercó, quería hablar pero no podía emitir sonido, tragó saliva, carraspeó y con la voz algo quebrada,  mientras  levantaba una rama del suelo y se la llevaba a los labios como si fuera un cigarrillo,  le dijo: 

- Seguí boludo cantando, te sale bien.  

Hugo Roberto con la vista baja, mientras acomodaba la toalla a los costados de su cuello, se quedó quieto, como le solía suceder ante la presencia de la intempestiva patrona. Su gesto sumiso de siempre esa vez experimentaba un cierto orgullo por los firmes pectorales que la mirada de Berta parecía no poder evitar.

Ella, sin sacarse la ramita de la boca y jugando con ella entre sus labios, deslizó su mirada por el pecho hasta sus ojos y dijo:

- No tenés que tardar tanto con cada perro, dale que te dale con el cepillo, el masajito, eh? ¿no queres hacerles una paja también?

Hugo Roberto permaneció inmóvil. Ella pegó media vuelta, hizo unos pasos, escupió el pucho y, sin girarse, le gritó con tono burlón entre carcajadas:

-Alfonsinita … tenés que apurarte Alfonsinita.


Hugo Roberto dormía en una pieza alejada de la vivienda principal. Él mismo se la había construido con los años, a pedido de Berta. Él era el único que tenía acceso al interior de toda la casa. Se levantaba de madrugada y, por una puerta lateral, entraba directo a la cocina donde se preparaba el mate. La cocina era amplia, con azulejos celestes en las paredes y divisiones negras entre cada uno. Una mesada de mármol muy ancha rodeaba la bacha. Sobre ella, ollas de distintos tamaños, algunas mal lavadas, otras muy viejas, quemadas y con manijas rotas. 


Berta, desde su cuarto, que estaba cerca de la cocina, podía escuchar los pasos de Hugo Roberto acercarse. Primero los pasos ligeros en el pasto, luego disminuyendo la marcha en el cemento y cuando se detenía ante la puerta, después de limpiarse los zapatos en la alfombra de alambre. Finalmente, el ruido de la llave entrando a la cerradura. Ella se reacomodaba haciendo sonar los elásticos de alambres de la cama, o tosía haciéndose notar. Ese día se levantó ni bien lo escuchó entrar y se le apareció en la cocina decidida a enseñarle a preparar la comida para los perros. Otro ritual sagrado. 

A veces consistía en cocinar una gigante olla de arroz con trozos de hígado o carne picada. Otras veces la olla era de polenta.

 - Agarrá el paquete de polenta y empezá a hacer un caldo de gallina que yo te guío- sentenció. Él, sin decir palabra, se ubicó al lado de Berta dispuesto a recibir las indicaciones. Ella le alcanzó la inmensa olla, que en el interior tenía costras como de viejas mezclas cocinadas que nunca se llegaron a limpiar bien. Él la tomó y se la quedó entre las manos.

 -Dale, no duermas, ponela sobre la hornalla. O vas a cocinar con la olla a upa, tarado?  La llenás hasta la mitad de leche y una parte de caldo y la pones a fuego lento - dijo cortante y sin pausa. 

Él ejecutaba sin sacar la vista de la olla.

 - Esperás a que hierva para echar la polenta. Le echas el paquete entero, así te sale para todos estos muertos de hambre -

Él esperó frente a la olla que hervía y volcó la polenta.

- Como lluvia que caiga, no de golpe - y le alcanzó una cuchara de madera, mientras le apagó el fuego. 

- A ver cómo mezclas - le dijo desafiante. 

Hugo Roberto empezó a mezclar lento, en redondo, la miraba de reojo para confirmar si lo estaba haciendo bien. Ella al ladito, muy cerca, se apoyó con la cadera en la mesada y no le sacó la mirada de encima, hasta que le dijo seriamente: 

-En ocho se mezcla. La polenta se mezcla haciendo ochos.  Él dejó de mezclar, se quedó inmóvil mirando la olla. 

- A ver, nene- Se paró delante de él y le agarró la mano conduciéndosela en la mezcla dibujando ochos zigzagueantes y armoniosos que arrastraban como olas espesas la mezcla. 

Estuvieron así unos largos segundos. Él detrás de ella, su cuerpo inmóvil, solo su brazo entregado a la conducción de la mano tibia y pesada de Berta. Ella sintió el respirar húmedo a la altura de su cuello. Con su brazo izquierdo se acomodó su cabello largo hacia adelante por su hombro izquierdo despejando su nuca, para sentir aún más ese respirar húmedo de su peón preferido. Él se quedó mirando fijamente la piel de su cuello despejado, un lunar, un surco que se hundía en la carne y también el vaho de su transpiración. Ella sintió entonces también su mirada clavada en su cuello y se acomodó cambiando el peso de su cuerpo entre un pié y luego al otro. Él, inmóvil, inevitablemente fue rozado por la parte posterior del tronco de ella y sintió una leve erección pronunciarse. Ella sin dejar de mezclar en ochos dirigiendo la mano de él, presionó con más fuerza el interior de su mano sobre la de él, hasta soltarla de repente y salir hacia un costado con una sonrisa y luego la carcajada chillona que desorientó a Hugo Roberto, y aún así sonrojado y transpirado, no dejó de mezclar la polenta dibujando con ímpetu, serpenteantes ochos. 


Durante el día ni se cruzaron. Después de almorzar Berta salió por el barrio, como siempre, con el bolso con comida para los perros que pudiera llegar a encontrar. Le llamó la atención en los postes de luz, y en un par de árboles, un cartel, escrito a mano, que anunciaba en letras grandes “RECOMPENSA” por un perro que se había perdido. Enseguida anotó el número de teléfono por si lo veía, pero enseguida también le llamó la atención otro cartel abajo de ese que anunciaba una fiesta barrial a beneficio del club de la zona que estaba cerrado y los vecinos tenían intenciones de abrirlo. “FERIA DEL PLATO Y BAILE”, enunciaba el colorido cartel. Sintió un irrefrenable deseo de ir, de bailar y divertirse con desconocidos. Arrancó el papel y se lo guardó en el bolsillo. 

“Espero mis tobillos me respondan” pensó. Se le hinchaban y enrojecían a causa de una enfermedad que avanzaba lentamente y nunca se había preocupado demasiado por hacerla ver. 

Se le cruzó como un rayo el pensamiento de decirle a Hugo Roberto si la acompañaría, pero desistió con la misma velocidad. 

A la hora indicada se presentó en la puerta del club con su pelo recogido como siempre, sus ojos pintados y,  esta vez, sus labios también. Como siempre sus calzas hasta abajo de las rodillas y sus zapatillas deportivas. Sobre sus hombros se puso un chal tejido de muchos colores, viejito, herencia de su tía Marta quien sorpresivamente le vino a la mente. Una guirnalda de luces de colores en el portón presagiaba fiesta y música y un caminito de lajas la guió hacia la galería donde se concentraba el encuentro.  Le dolían sus tobillos, pero disimulaba lo más posible su andar. Al llegar, algunos la miraban manteniendo distancia, otros la incluían con una sonrisa. A un costado de la galería estaba la hilera de mesas cubiertas de brillosos hules, con los platos que se ofrecían, hechos por los vecinos. 

La música empezó a sonar más fuerte invitando a bailar en la improvisada pista señalizada con luces de colores artesanalmente colgadas del tinglado. Berta se quedó al lado de una mesa, y pidió una silla porque no aguantaba mucho parada. Conocía a algunos y miraba con insistencia y sonreía a quienes quería que se le acercaran, pero nadie lo hizo. Todos parecían conocerse y tenerse confianza, se reían y arrimaban entre sí.

Mientras ella comía, y compraba porciones de tartas y empanadas para llevarse, vio de pronto a Hugo Roberto bailar acaloradamente con la jovencísima coreana hija del dueño del supermercadito que ella habituaba. Era hermosa. De tez muy blanca, pelo renegrido, lacio y largo, estirado hacia atrás por una vincha con flores. Los labios rojos como pétalos de rosa y dientes como perlas se lucían al reírse con ganas junto a Hugo Roberto, al que nunca había visto tan alegre, salvo cuando corría con los perros en el parque. 

De pronto sintió que le faltaba el aire, que no se podía mover. No tenía con quien hablar, pero si hubiera tenido con quien no le habría salido la voz. Una presión muy fuerte en el pecho la hizo doblarse hacia delante y sacar su mirada de la impúdica escena.  Llovía torrencialmente pero sin detenerse a pensar, como empujada por una fuerza inexplicable, abandonó el lugar atravesando el camino de lajas, que esta vez le pareció eterno, y salió a la calle. 

El cielo, como un manto plateado caía sobre ella oscureciéndolo todo. Caminó por las calles cada vez más embarradas, un poco rengueando y cuidando de no caerse. Lloró desconsoladamente, con gritos, como si tuviera una espada clavada en el pecho. Agarraba fuerte su chal y se secaba, inútilmente, lágrimas y lluvia. Se detuvo y siguió sollozando, de cara al cielo, no pudiendo dominar las muecas del llanto incontrolable. Escuchó a lo lejos aullidos y rugidos de perros, que resonaban en su cabeza, y se mezclaban con los ladridos cercanos que la rodeaban. Cerró con fuerza sus ojos que rebalsaban de lágrimas. Sintió los hocicos y cuerpos de los perros cerca suyo, algunos le rozaban sus torsos pesados y mojados en las piernas, mientras otros lograban mordisquearle los tobillos y sus ladridos cada vez más agudos la ensordecían. No quería avanzar ni abrir los ojos, sacudió lo que podía sus piernas para alejar a los que se le querían prender de las pantorrillas. Apretó su chal de colores contra su pecho, sintió miedo y no podía detener su llanto. 

Después de un rato logró calmarse, respiró profundo y retomó, agobiada, y torpemente casi arrastrando sus pies, el camino hacia su casa.


Era avanzada la mañana del día siguiente. Berta limpiaba con el saca hojas la superficie de la pileta, donde también había pétalos, ramas secas y un sapo muerto que aún flotaba. Se acercó Hugo Roberto y se ofreció a sacarlo. Ella, sin mirarlo, le pasó el saca hojas. No quería mostrarse con los ojos hinchados, enrojecidos por haber llorado tanto la noche anterior. Con una calma inusual le dio indicaciones para limpiar la pileta a fondo.  Se quedó a un costado observando como Hugo Roberto hacía su trabajo. Ella se paró bien en el borde de la pileta y jugó con su imagen en el reflejo del agua, con sus pelos sueltos y su delgadez. Pensaba que podía ser la silueta de una mujer joven e hizo un par de poses buscando el mejor ángulo de la sombra de su figura. Hugo Roberto seguía muy atento a lo suyo, aunque inevitablemente de reojo cada tanto miraba la imagen de Berta en el reflejo del agua de la pileta y le llamaron la atención sus tobillos mordisqueados.

Berta se alejó del borde, se quedó detrás de él que sacó el sapo muerto con la mano y lo apoyó en un costado de la pileta.

- Después lo entierro entre las plantas - le explicó, mientras volvía a su tarea con el saca hojas.

Berta sin terminar de escucharlo le dijo muy calma:

-Chee Huguito, ¿no te lo querés llevar el subibaja de los caballitos del galpón? A lo mejor un día tenés un pibe... Bueno, es para dos pibes.  

Hugo Roberto se rió sin mirarla y sin descuidar su tarea. 

-Quiero decir que cuando te quieras ir te vas ¿eh? Tranquilo...

Él continuó con lo suyo.

-Lo hizo el Tano al tobogán ese, está lindo.  Ah, ¿la encolaste a la hamaca así deja de chillar un poco?  Se lo voy a tener que pedir a Caperucita a ver si él me lo hace de una buena vez, la puta! los voy a ahorcaaaar - dijo con odio - tengo una suerte yo con uds.

Y sin esperar respuesta, pegó la vuelta.

Hugo Roberto se estaba por justificar, pero ella ya se había alejado. Se quedó mirándola como se alejaba caminando con dificultad, enroscando su pelo en un rodete.

-¡Gracias Berta!- le gritó a la distancia.

Berta sorprendida se detuvo, pero no se dio vuelta y saltaron esas lágrimas que estaban ahí, esperando el permiso. Retomó su marcha con lentitud, sus piernas le pesaban más que nunca, cuando empezó a escuchar los retumbantes ladridos de perros a lo lejos. Apuró como pudo su paso y se metió abruptamente en la casa.


Cotorras y loros aturdían el mediodía ventoso de primavera, donde el sol en el cenit caía como filo sobre el cemento ardiente en el que varios perros inertes, descansaban. Algunos sentados miraban alrededor atentos a cualquier movimiento. Uno quería atrapar un moscardón de a bocanadas, algunos cachorros jugaban entre sí y los molestos de siempre que insistían en despertar al más viejo, el de las barbas blancas, que dormía profundo, entregado vaya saber a qué sueño.

Al rato Berta salió de la casa y, con su andar lento y cuidadoso, atravesó esa gran explanada de cemento que hacía de patio y siguió por el césped, hacia la pileta, arrastrando los pies. Tenía los tobillos hinchados,  morados, brillosos de las supuraciones, las zapatillas con los cordones desatados  por el volumen de los empeines. Se recostó sobre el borde de la pileta muy abruptamente, con un suspiro largo y profundo. Llamó  a los perros, nombrándolos uno por uno. Éstos se fueron acercando, algunos enseguida, otros esperaron la iniciativa de los más viejos y, poco a poco, la empezaron a oler y a lamer por todo el cuerpo. Algunos se le montaban a una pierna como solían hacer en algunas ocasiones. Otros le olían la entrepierna y se peleaban por acceder ahí. Ella reía y también gemía, pero a la altura de los tobillos las lambetadas le empezaron a arder. Con tanta fuerza lamían que erosionaron la piel hasta llevarse jirones entre sus dientes. Comenzó a quejarse  con un lamento débil y la mueca de dolor se empezó a pronunciar cada vez más deformando  su rostro. Los perros gruñían, se amontonaban en los lugares donde había más heridas. Algunos, a la altura de su cabeza, con las patas se le enredaban en el pelo, provocándole gritos por los mechones como lanas que quedaban entre las garras. De a pequeños mordiscos avanzaron a lo largo de todo el cuerpo y ella intentó, inútilmente, girarse hacia la pileta. Hubiera querido sacudir las piernas para sacarse de encima a las bestias, tal vez, pero iba perdiendo fuerzas y empezó a balbucear palabras entre gritos y lágrimas. Escuchaba los aullidos y ladridos de perros lejanos como ecos soñolientos cada vez más cerca, exactamente a su alrededor. Empezaron a revolotear las moscas en algunas heridas al descubierto por sus calzas desgarradas y en los pies con las heridas a borbotones de espuma y sangre. Buscó girarse, como para mirar de costado el reflejo en el agua de la pileta y encontrar su imagen quizás. Solo vio el sapo reseco en un costado. A lo lejos apareció Hugo Roberto a paso acelerado, pero a medida que se acercaba empezó a aminorar su marcha hasta que se detuvo. El perro amarillo lo miró girando solo su cabeza. Los otros ya no la estaban lamiendo, mascaban. Algunos se apartaban con pedazos de carne en la boca y en un costado seguían masticando hasta tragar y volver por un trozo más. Ella, ya más débil, gimió un rato largo.  Hugo Roberto estiró su cuello para ver más, pero sólo alcanzó a ver la jauría sobre el cuerpo casi inmóvil y los cabellos plateados crispados por el viento.

No se acercó. Algunos perros iban y volvían ansiosos hacia Berta y de nuevo a él, le ladraban como nunca a sus pies y dando saltos. Él, atónito, sintió deseos de avanzar pero su cuerpo no le respondió, como en sus peores pesadillas de niño.

Ella percibió su presencia y, casi en un lamento y con un hilo de voz, dijo:

-Hugo Roberto traémelos a todos, ¿los escuchas? Están ladrando a lo lejos, me están esperando, se los prometí. 


Hugo Roberto no pudo decirle que no se oían aullidos ni ladridos a lo lejos. Ni por las noches, cuando ella hundía su rostro, enredado en su abundante cabellera en la almohada. 


Miró al cielo. El calor apretaba a la hora de la siesta, aunque corría una leve brisa. Solo se escuchaba el estridular de las chicharras y el llamativo revoloteo de un gavilán acechante.


Sonia Novello, agosto 2020









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